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Debajo de las togas

CARLOS CASTRESANA FERNÁNDEZ

Carlos Castresana Fernández es fiscal de la Fiscalía Anticorrupción y profesor visitante de la University of San Francisco.

La revisión de las condenas impuestas por los tribunales de excepción de la dictadura franquista a los opositores políticos y demás víctimas del régimen es una asignatura pendiente de la democracia española. La creación, hace dos meses, de una Comisión interministerial para estudiar las vías posibles de reparación de las víctimas es una oportunidad única para pagar nuestra deuda con quienes sacrificaron su vida y su libertad por las nuestras, y enderezar así de una vez la torcida historia de nuestro país.

Las víctimas de cualquier conflicto, sea éste armado, político, racial o de otra naturaleza, suelen ser, puestas en relación con el conjunto de la población, minorías. En un Estado de derecho, a falta de una decisión pertinente del poder político -que tiende por definición a satisfacer los intereses de las mayorías-, la protección de los derechos de las minorías corresponde al poder judicial. Las víctimas de la dictadura franquista, a pesar de contarse por millones a lo largo de cuatro décadas, son hoy una minoría en nuestra desmemoriada sociedad. Lo eran ya durante la transición democrática, y eso explica que sus legítimas expectativas de reparación fueran postergadas en aquel momento; no explica, sin embargo, por qué los tribunales de justicia españoles han hecho tan poco desde entonces por reconocer y restablecer esos derechos.

Nuestros Tribunales Supremo y Constitucional han esgrimido principalmente dos argumentos para rechazar de manera sistemática las solicitudes de revisión de las decisiones de los poderes públicos violatorias de los derechos fundamentales de los españoles durante la dictadura: la irretroactividad de la Constitución de 1978 y la seguridad jurídica.

Según nuestro Tribunal Constitucional, la norma suprema de 1978 no puede ser aplicada con carácter retroactivo (SSTC 9/1981, 43/1982), por lo que no cabe intentar enjuiciar mediante su aplicación los actos del poder ni las situaciones jurídicas nacidas y agotadas antes de la entrada en vigor de la Constitución, incluidas las sentencias firmes dictadas "de acuerdo con la legalidad vigente en su momento" (STC 35/1987). "A ninguno de los procesos desarrollados durante el régimen preconstitucional pueden serles de aplicación las garantías que sólo se han reconocido tras la entrada en vigor de la Constitución de 1978", asegura el Auto de 25 de mayo de 2004.

El Tribunal Constitucional se equivoca, y lo hace fundamentalmente por dos razones. En primer lugar, porque los derechos humanos de los españoles no nacieron en 1978. Y en segundo lugar, porque España no era un mundo aparte durante la dictadura: en nuestro territorio también regía el derecho internacional.

El régimen franquista no era preconstitucional, sino posconstitucional. La anulación de las condenas del franquismo no requiere aplicar retroactivamente la Constitución de 1978, sino tender un puente de legalidad desde la Constitución de 1931 hacia delante. El principio de legalidad penal, el derecho al juez ordinario predeterminado por la ley, la irretroactividad de las normas penales desfavorables y la tutela judicial efectiva no han sido inventados en 1978: estaban reconocidos expresamente en los artículos 28 y 29 de la Constitución de 9 de diciembre de 1931. Algunos de esos derechos no podían ser dejados sin efecto en ningún caso, y otros, a tenor del artículo 42 de la misma Constitución, sólo podían ser suspendidos por Decreto del Gobierno legítimo refrendado por las Cortes. Los derechos fundamentales reconocidos a los españoles en la Constitución de la Segunda República no pueden entenderse válidamente derogados por un golpe de Estado, ni por la actividad legislativa y judicial del régimen de facto que siguió a la Guerra Civil y que jamás obtuvo el refrendo popular (salvo que alguien pretenda convalidar las mascaradas de referéndum que el general Franco imponía periódicamente). ¿Qué norma, democráticamente homologable, derogó las garantías fundamentales reconocidas en la Constitución de 1931? ¿Bajo qué postulados se prescindió del conjunto de garantías procesales y del derecho de defensa reconocidos en nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal, en vigor ininterrumpidamente desde 1882?

La Constitución de 1978 no instituyó nuestros derechos fundamentales: nos los restituyó. No creó ex novo un orden jurídico democrático, sólo restableció el preexistente. Por ese puente de legalidad constitucional pueden transitar los actos de legalidad formal de la dictadura políticamente neutrales, aquellos cuyo contenido y consecuencias hubieran permanecido invariables cualquiera que hubiera sido la legitimidad de su origen o de las instituciones que los aplicaron; pero no las normas y actos que negaron a los españoles derechos fundamentales previamente adquiridos, de los que fuimos privados por la fuerza de las armas. La dictadura no suprimió nuestros derechos: se limitó a violarlos. Las consecuencias jurídicas de tales actos ilícitos deben considerarse inexistentes.

Pongamos un solo ejemplo, el de Blas Infante, padre del andalucismo, que fue secuestrado, ejecutado extrajudicialmente, y juzgado y condenado después de muerto. ¿Hay alguna seguridad jurídica que preservar en la firmeza de su sentencia condenatoria? Todo lo contrario. La seguridad jurídica exige el reconocimiento de que aquellas decisiones judiciales y sus consecuencias, producidas con violación de los derechos elementales que corresponden a cualquier ser humano por el mero hecho de serlo, son inaceptables. Quienes las padecieron merecen al menos esa reparación.

Nuestros tribunales olvidan también inexplicablemente el derecho internacional. Las leyes de excepción del franquismo, verdaderas piruetas jurídicas, extravagantes incluso para el elemental orden legal de la dictadura, que persiguieron por igual durante cuatro décadas a comunistas y masones, prostitutas, "vagos y maleantes", homosexuales y otros "peligrosos sociales", que convirtieron retroactivamente a los leales en rebeldes y viceversa, que despenalizaron retrospectivamente los crímenes de los sicarios del régimen, y que en el colmo del disparate se autoproclamaron inderogables, y las sentencias pronunciadas en aplicación de esas normas aberrantes durante su

formal vigencia son, y eran ya entonces, manifiestamente violatorias de algunos principios jurídicos universales.

La persecución social y política generalizada y sistemática es contraria a normas de ius cogens del orden jurídico supranacional, prevalente sobre el derecho interno de los Estados, y vigente, conforme se declaró en Núremberg en 1945, desde mucho antes de 1936. A quienes sostienen la validez, vigencia formal, y eficacia de las leyes represivas franquistas contra las normas esenciales del derecho internacional cabe recomendar encarecidamente la lectura de la sentencia dictada al final de la Segunda Guerra Mundial por un tribunal norteamericano en Núremberg en el caso Altstoetter, en cuyo juicio resultaron condenados los principales jueces, fiscales y funcionarios responsables del aparato legal y judicial del Tercer Reich, por hacer en Alemania lo mismo que nuestros tribunales hasta ahora han considerado intocable en España: aplicar la legalidad vigente en cada momento. Los acusados, según el Tribunal, "destruyeron la ley y la justicia en Alemania utilizando para ello las formas vacías del proceso legal". La persecución masiva y sistemática de los opositores al régimen fue considerada un crimen contra la humanidad, y la participación en la promulgación y aplicación de las normas excepcionales que establecieron los tribunales "del pueblo", los consejos de guerra y los tribunales especiales sumarísimos para los civiles, fue considerada complicidad en el crimen, a pesar de su legalidad formal. El tribunal declaró lapidariamente: "El puñal de los asesinos se ocultaba debajo de las togas de los juristas".

En 1945, los Aliados declararon nulas e inexistentes, sin validez ni efecto alguno, todas las leyes de excepción, prescripciones, amnistías y perdones del régimen nazi y sus consecuencias contrarias al derecho internacional. Tal decisión fue más tarde refrendada por la Asamblea General de las Naciones Unidas. ¿No pueden hacer lo mismo respecto de las leyes y las sentencias franquistas nuestros Tribunales Supremo y Constitucional? No es tan difícil. Sobran razones, sólo hace falta buena voluntad. Si aquellas sentencias son contrarias al derecho español y al internacional vigentes desde antes de que fueran dictadas, ¿podemos aceptar con argumentos puramente formalistas la validez legal de cuatro décadas de represión política, de persecución fratricida, de ejecuciones sumarias, discriminación, tortura, exilio y prisión, los campos de concentración y los trabajos forzados, la depuración de funcionarios, la anulación de matrimonios civiles y de divorcios o las adopciones ilegales de la larga noche de la dictadura?

La revisión de sentencias condenatorias firmes no está sometida a plazo. La violación de los derechos humanos fundamentales reconocidos internacionalmente es imprescriptible. No existe, pues, obstáculo legal alguno para reconocer hoy a las víctimas de la dictadura la tutela judicial efectiva que les fue negada indebidamente y que todavía les corresponde en derecho. La reconciliación sólo se construye sobre la verdad y la justicia: si los jueces no encuentran la manera de reparar a las víctimas, tendrán que hacerlo los legisladores. Se lo debemos.

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